La adquisición de la lectoescritura en el niño es un proceso marcado por el afecto, en tanto que se encuentra enlazado con su desarrollo libidinal y su éxito o fracaso dependerán, en gran medida, de la cualidad del vínculo establecido entre aquel y su madre durante este periodo, así como de las experiencias afectivas resultantes en el logro de estas fases estructurantes y de socialización del cuerpo.
La lectura, como acto de incorporación de los símbolos escritos, está íntimamente asociada a las funciones orales de la alimentación y, por ende, a las relaciones tempranas con la madre, en cuyo desarrollo libidinal encontramos que hubo una trasposición de la pulsión oral a la escópica, es decir, del acto de comer al de leer. Este enlace libidinal por asociación en las funciones corporales es muy común y se pone de manifiesto en ciertas expresiones del lenguaje popular, un ejemplo de ello es la frase: “comer con la mirada”.
La escritura, como acto de producción, se vincula a las funciones excretoras, donde la pulsión anal (de retención y expulsión de los contenidos intestinales) se ha mudado en la de apoderamiento y ejecución motriz (asir la pluma), dando como resultado el flujo de la letra. Los enlaces metonímicos entre las funciones ingestivas y digestivas siguen asociados inconscientemente a la incorporación y producción del lenguaje, ya sea hablado o escrito, esto explica por qué decimos “¡te comiste una letra!”, cuando hay una omisión escrita, o se usa el término “verborreico” para referirse a alguien que habla en exceso o se disfruta de la lectura al momento de ir al baño, como si se tratara de un esfuerzo por reincorporar (con la vista) algo que se percibe “perdido” al vaciar los intestinos.
La enseñanza de las letras y los números, actividad que por cierto está íntimamente asociada con la maternidad (comenzamos a aprender la Lengua Materna por nuestra madre o cualquiera de sus representantes), sigue usando como referentes las partes y usos del cuerpo, puesto que dichos símbolos lingüísticos se han antropomorfizado y ello ha repercutido en una ventaja (y no) para la educación. De esta forma, se le enseña al niño el nombre y fonema de las letras y números relacionándolos con personas o partes del cuerpo, incluso con animales. Piénsese, por ejemplo, en la “S” que es una serpiente, el “2” que parece un cisne, el “8” que puede ser un mono de nieve o en las rondas infantiles, donde cantamos que la “A” viene marchando “con sus dos patitas muy abiertas al compás”, la “I” y la “O”: “una flaca y otra gorda porque ya comió”, “M” de mamá o “N” de niño, decimos, etc.
Los símbolos que usamos para escribir y que aprendemos siendo niños estarán entonces asociados inconscientemente con el goce libidinal del cuerpo, pero también con la función y participación de los padres en los procesos de regulación del mismo, a saber: la lactancia y el destete, el control de esfínteres, la sexualidad, la agresión, etc. Por otro lado, la combinación de letras, sus fonemas y formas, así como el significado de las palabras aprendidas, tendrán una particular significación inconsciente para el niño, según sus vivencias afectivas y la manera en que se le ha instruido.
Dichos planteamientos debieran tomarse en consideración cuando se trata de diagnosticar y establecer directrices en los tratamientos de las dificultades en la lectoescritura, que no tendrían por qué limitarse a ser explicadas por meras deficiencias cognitivas, motrices o del desarrollo, como comúnmente se hace, pues en la mayoría de los casos, las omisiones, sustituciones o mala caligrafía develan un enlace asociativo con alguna letra, fonema o palabra que representa un recuerdo desagradable asociado a las experiencias tempranas del manejo y socialización del cuerpo. Probablemente la acción de “comerse una letra” represente para el niño la realización de una fantasía muy interesante según lleguemos a comprender a “quién” le recuerda dicha letra.
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