“Insoportable es la muerte de un niño: ella realiza el más profundo y secreto de nuestros anhelos”
- Serge Leclaire
En el ser humano la experiencia de la pérdida es soportable en la medida en que se sabe (anhela) que existe la posibilidad de restituir simbólicamente las ausencias y restaurar las heridas ocasionadas cuando aquello que se perdió se llevó algo de nosotros. Esto supone el trabajo del duelo y culturalmente se expresa, cuando se trata de la muerte de un ser querido, en el rito funerario y en la conmemoración festiva.
Es entonces sufrible admitir la muerte del semejante, a pesar del dolor que provoca, porque se le puede pensar y nombrar; la muerte de una pareja puede vivirse como un desmembramiento que en ocasiones deja visibles cicatrices, aún así, la persona que sufrió la pérdida puede seguir adelante y entonces se le llama viudo; la muerte de los padres se nos presenta, a pesar de todo, como una realización posible en la tragedia literaria y en la fantasía, pero cuando lo Real atraviesa la ficción, la amargura puede ser devastadora, sin embargo, al hijo que resiste y sigue en pie se le llama huérfano; pero, ¿cómo se le llama a la persona que ha perdido un hijo? ¿Qué se dice ante la muerte de un niño? Nada, es imposible.
La muerte del niño evoca lo sacralizado y su transgresión es irrealizable, la imagen del Niño Maravilloso es sobre todo la nostalgia por el propio Yo infantil, por el narcisismo redimido que alguna vez fue exaltado por la mirada complaciente de la madre que lo ha dotado de majestuosidad omnipotente. El Niño-Rey, asociado con la divinidad y la pureza, encarna nuestra propia imagen infantil idealizada que, envuelta en un velo de completud, desdeña toda falta, toda ausencia y diferencia, por eso el niño se asume sin sexualidad, porque ésta remite al deseo y sin falta no hay deseo; el niño representa pues, la inmortalidad de nuestro propio narcisismo.
Es por esta razón que en el imaginario social la imagen del niño se resiste a la muerte, pues se trata de una representación narcisista primaria e inconsciente que trastoca nuestros propios orígenes y cuando ésta trasciende en la experiencia real, cuando un niño muere, nos enfrentamos a lo terrible de esta otra realidad: la de su realización posible, puesto que el adulto debe forzosamente lidiar con la inminencia de la muerte de su Yo infantil, de ésa muerte de la que nada quiere saber, puesto que implica una renuncia a la experiencia idealizada de omnipotencia y completud.
Lo insoportable de la muerte de un niño es la verdad que se revela sobre el deseo de su realización, puesto que sólo con la muerte de la representación Inconsciente del “Niño Maravilloso” es que se puede comenzar realmente a “vivir”: la renuncia al narcisismo infantil abre la dimensión de la falta y con ello el sujeto puede desear; el horror al infanticidio es la marca del repudio hacia esta penosa experiencia que en secreto se anhela, es por ello que se manifiesta en ocasiones en una inquietante y desfigurada fantasía (verdadero origen del drama edípico, pues la fantasía de parricidio que lo conforma es consecuencia de la fantasía primordial de infanticidio) que muchas veces se concreta en la realidad con el asesinato, cuando no es posible diferenciar de lo Real la representación narcisista que realmente se quiere “matar”.
Sobre la muerte de un niño no hay posibilidad de decir, de nombrar, las palabras no son suficientes para agotar la compleja experiencia afectiva anudada, desde lo inconsciente, a lo que probablemente pueda ser la más dolorosa de las pérdidas, cuanto más cercana se encuentra a nuestro narcisismo anhelado y revivido, que se desmorona con un pequeño ser que se lleva parte de uno mismo.
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